La mujer camina con un cántaro sobre la cabeza, el caballo atado a su brazo, con los dedos siempre moviendo el huso, sin parar. Los segmentos de hilo van formando el camino de la casa al río, y del río a la casa. Señalan, más ligeros y finos, la ruta a la aldea de al lado, y el atajo de vuelta. Cuando acompaña al rebaño, los dedos ajustan su baile al ritmo de los pies, creando un hilo más perezoso, que es la ruta errática de las ovejas.
Los que la ven, cuando duermen, sueñan con el huso danzando. El recuerdo del gesto queda como una mancha en sus ojos expuestos, un residuo oleoso sobre su piel, en su carne, dentro de sus huesos. Cuando despiertan, distraídos, repiten el movimiento huérfano con sus manos.
Un día, muchas generaciones después, el gesto y el objeto que había olvidado se encuentran: los dedos recuperan la alegría de lo conocido, los músculos se tensan y destensan engrasados por este residuo invisible. La mancha del ojo concuerda ahora con la imagen que observa, como si hubiera sido una superposición a todo lo real buscando su gemelo. Miles de años después, otra mujer hila, ahora sobre el lomo de una mula, plegando el tiempo en esos dedos que bailan de nuevo.
Uno de los audios de la instalación "A la mà, la memòria", comisariado por Pilar Cruz para el Espai 13 de la Fundació Joan Miró.